La gloria de Adán en el Evangelio de Bartolomé


 La figura de Adán es fundamental para entender la primera mística cristiana y judía. Hoy quisiera compartir algunos fragmentos del Evangelio de Bartolomé (III-IV), apócrifo compuesto en griego y que nos ha llegado a través del Códice H, Sabbaítico griego, Codex Vindobonensis hist. 67, y con algunos complementos de las versiones latina y eslava.  

Al igual que en otras fuentes judías  como el 3Baruc, y el Testamento de Adán el autor reconoce que Adán fue creado a imagen de la gloria divina. No así Eva. María, la madre de Jesús, le dice a Pedro: Tú eres la imagen de Adán; él no fue formado lo mismo que Eva. Mira el sol, que brilla más que los demás astros a semejanza de Adán. Mira la luna que está llena de fango por la trasgresión de Eva. Pues el Señor puso a Adán en la parte oriental y a Eva en la occidental, y ordenó el Señor a ambos que se miraran mutuamente (4, 5g). La imagen gloriosa de Adán es lo que produce la envidia del ángel Satanael y su posterior caída. De nuevo se siguen tradiciones judías en estas ideas, pero con una interesante variación tomada de los mitos griegos. Belial respondió: “Primero me llamaba Satanael, que significa ángel de Dios. Pero al no reconocer la imagen de Dios, mi nombre fue llamado Satanás, que es lo mismo que ángel guardián del Tártaro (4,25).  Más adelante Balial vuelve sobre el mismo tema: Cuando Dios hizo a imagen suya a Adán, el padre de los hombres, ordenó a los cuatro ángeles que trajeran tierra de los cuatro ángulos de la tierra, y agua de los cuatro ríos del paraíso. Yo estaba entonces en el mundo, cuando en los cuatro ángulos de la tierra donde yo nunca estuve, el hombre se convirtió en alma viviente. Y Dios lo bendijo porque era su propia imagen. Después se postraron ante él Miguel, Gabriel, y Uriel…me dijo el arcángel Miguel: “Adora la figura que ha hecho Dios según su voluntad”. Pero yo vi que había sido hecha de barro de la tierra. Yo fui formado antes y con fuego y agua. “Yo no adoro al barro de la tierra” (4,53-54).

La misión del Mesías se entiende como la liberación de Adán del Seol y su exaltación recobrando así la imagen perdida. Fijémonos que tal como ocurre en el Testamento de Adán, la acción salvífica de Jesús supone más su poder divino que su obediencia (al modo como Pablo lo presenta).  Jesús explica que cuando desaparecí de la cruz, entonces descendí al abismo para llevarme a Adán y a todos los que con él estaban (1,9). Fijaos en la reacción del abismo cuando Jesús se va aproximando: Cuando bajé otros quinientos pasos, y clamaban los ángeles y potestades: “levantad las puertas de vuestro Rey, alzad las puertas eternas, pues ved aquí que entra el rey de la gloria”, volvió a decir el Abismo: “¡Ay de mí! Que oigo el aliento de Dios” (1,15).  Una vez que Jesús ha vencido, flagelado, y atado al abismo, redime a los que estaban en el Seol. Entonces Adán, de una estatura gigantesca (al modo como fue creado), es subido a los cielos en mano de los ángeles.  Aquel era Adán, el primer creado, por quien yo bajé de los cielos a la tierra y a quien dije: “Por ti y por tus hijos fui yo colgado en la cruz”. Y él, al oírlo, exhaló un suspiro y dijo: “Así te agradó, Señor” (1, 22). 

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